El día de ayer fui con mi familia a comer a un lugar de la Colonia Condesa. El lugar, según mi papá era de esos buenos y con tradición, El Sep.
Yo llegué un poco antes y como el calor estaba perrón entré con toda la disposición de aventarme una o dos cheves en lo que llegaban los demás. Luego luego me recibió un Maître me preguntó cuantos éramos y me ofreció mesa.
Mientras seguía al mesero que me guiaba, otro mesero nos rondaba como vendedor de la bahía de Acapulco y ofreciéndome otros lugares para sentarme, «Aquí joven, siéntese», «¿Prefiere gabinete?», «Mire, aquí hay lugar», nomás le faltó ofrecerme Palapa y viaje en la Banana. En el momento se me hizo raro y no le preste atención, como gente educada y no-argüendera que soy y siguiendo las reglas de protocolo restaurantil seguí al primer mesero hasta la mesa que me asignó junto al piano.
El lugar estaba a gusto, la ambientación muy Condesa y clásica, se veía la tradición.
Ya una vez sentado y con un tarro que pesaba un kilo y le cabía una caguama dentro, me dispuse a ver como algunos comensales en un ataque de espontaneidad les daba por sentarse al piano y cantar. Me entretuvo pero hubo pena ajena.
Junto al piano había dos de esas mesitas que usan los meseros para poner charolas en lo que te sirven, que estaban llenas de loza sucia. Las charolas francamente se veían muy mal y estuvieron ahí durante el resto de la tarde.
La comida estuvo buena, en realidad muy buena y vasta, por lo que precisamente solicitamos que nos pusieran el platillo que no nos habíamos acabado para llevar. Fue entonces cuando el mesero en un despliegue de poca clase y ahí mismo en nuestra mesa ante los atónitos ojos de los presentes y casi en cámara lenta tomó el recipiente de unicel con una mano, un tenedor con la otra y cambió el pedazo de pollo del plato al recipiente, lo cerró y nos lo puso en la mesa.
No es nada que no veas en cualquier otro lado, pero para un lugar de supuesto mediano caché yo me esperaba que al menos hicieran la pantomima de ir a la cocina y hacer exactamente lo mismo pero no a la vista de todos, ya ni esperar que le hicieran refill a la guarnición de zanahorias y/o pusieran otra de esas ramitas que solo adornan y no se comen.
El colmo fue al final, al pagar la cuenta con tarjeta, el tipo se acercara a pedir que si por favor no le podríamos dejar la propina en efectivo.
Si existiera un código de etiqueta meseril, estos cuates hubieran roto cualquier cantidad de artículos y fracciones.
Llegamos a la conclusión que esos meseros seguro eran de un sindicato charro, todos maleados y mañosos y lo único que logran es bajarle estilo al lugar.
Mi padre me platicaba de un restaurante de Pipa y Guante llamado el «Prendes» cerca de palacio Nacional, donde muchos presidentes se cruzan a comer así como los asalariados de Banco nos vamos a comer a la fonda de la esquina, que por un sindicato de meseros tuvo que cerrar.
En fin, este fue uno de los segmentos posteables de mi domingo.